viernes, 30 de octubre de 2009

En mi blog personal, presento esta semana un breve ensayo titulado LA LITERATURA LATINOAMERICANA NO EXISTE.
http://armandojosesequera.blogspot.com/
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LA MUERTE DEL DELFÍN

Alphonse Daudet




El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín va a morir... En todas las iglesias del reino, permanece expuesto el Santísimo día y noche, y grandes cirios arden permanentemente para que sane el real infante. Las calles de la vieja residencia están tristes y silenciosas; las campanas ya no tañen, los carruajes van al paso... En las proximidades del palacio los burgueses observan, curiosos a través de las verjas, a los guardas suizos de doradas panzas que conversan en los patios, con petulancia.
Todo el castillo está consternado... Chambelanes y Mayordomos suben y bajan corriendo las escaleras de mármol... Las galerías están repletas de pajes y cortesanos, vestidos de seda, que van de un grupo a otro buscando noticias, en voz baja... En las amplias escalinatas, las damas de honor, desconsoladas, se hacen elaboradas reverencias, mientras secan sus ojos con hermosos pañuelos bordados.
En el invernadero se hallan, en asamblea, numerososmédicos con largas togas. Los vemos, a través de los cristales, agitar sus anchas y negras mangas e inclinar doctoralmente sus pelucas de rulos... El preceptor y el escudero del pequeño Delfín pasean ante de la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Algunos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarles. El escudero blasfema como un pagano, en tanto el preceptor recita versos de Horacio... Y mientras tanto, del lado de las caballerizas, puede oírse un prolongado y lastimero relincho. Es el alazán del pequeño Delfín del que los palafreneros parecen haberse olvidado y se agita tristemente ante su comedero vacío.
¿Y el rey? ¿Dónde está Su Majestad, el rey?... El rey se encerró en una habitación, a solas, al otro lado del edificio... A las Majestades no les gusta que les vean llorar... Para la reina, es diferente... Sentada a la cabecera del pequeño Delfín, con su bello rostro bañado en lágrimas, solloza muy alto y en presencia de todos, tal y como haría una verdulera.
En su cama adornada de encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los almohadones sobre los que reposa, mantiene los ojos cerrados. Creemos que duerme; pero no. El pequeño Delfín no duerme... Se vuelve hacia su madre y, al ver que ésta llora, le dice:
–Mi señora reina, por qué lloráis? ¿Acaso creéis seriamente que me voy a morir?
La reina quiere responder. Los sollozos le impiden hablar...
–¡Ea, pues! No lloréis, señora reina; olvidáis que soy el Delfín, y que los delfines no pueden morir así...
La Reina solloza todavía más alto y el pequeño Delfín comienza a asustarse.
–¡Venga pues! –dice–, no quiero que la muerte venga a buscarme, y sabré impedirle que llegue hasta aquí... ¡Que hagan venir sin demora a cuarenta lanceros muy fuertes, y que monten guardia alrededor de nuestra cama...! ¡Que cien gruesos cañones vigilen noche y día, con la mecha encendida, bajo nuestras ventanas! Y, ay de la muerte, si se atreve a acercársenos... !
Para complacerlo, la reina hace una señal. Enseguida, se oyen los gruesos cañones rodando en el patio; y cuarenta grandes lanceros, arma en mano, vienen a situarse alrededor de la habitación. Son soldados veteranos, de largos mostachos grises. El pequeño Delfín aplaude viéndolos. Reconoce a uno de ellos y le llama:
–¡Lorenés! ¡Lorenés!
El soldadote da un paso hacia la cama:
–Te quiero mucho, mi viejo Lorenés, déjame ver tu gran sable... Si la muerte quisiera llevarme, habría que matarla, ¿no es cierto?
Lorenés responde:
–Sí, mi Señor...
Mientras, dos lágrimones fluyen por sus curtidas mejillas.
En ese momento, el capellán se acerca al pequeño Delfín y le habla mucho tiempo en voz baja, mostrándole un crucifijo. El pequeño Delfín le escucha un tanto asombrado. De pronto, le interrumpe y dice:
–Comprendo bien lo que usted me dice, señor abad: pero ¿no podría mi amigo Beppo morir en mi lugar, dándole mucho dinero...?
El capellán continúa hablándole en voz baja y el aspecto del pequeño Delfín luce cada vez más contrariado... Cuando el capellán parece haber terminado, el pequeño Delfín responde con un largo suspiro:
–Todo lo que usted me dice es muy triste, señor abad; pero una cosa me consuela y es que allá arriba, en el paraíso de las estrellas, seré todavía el Delfín... Sé que el buen Dios es mi primo y que sabrá tratarme como corresponde a mi rango.
Luego añade, volviéndose hacia su madre:
–¡Que me traigan mis más bellos vestidos, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero hacerme fuerte ante los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.
Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla nuevamente en voz baja... En medio del discurso, el niño le interrumpe con cólera:
–¡Pero, entonces, –exclama–, ¿esto de ser Delfín, no sirve absolutamente para nada?!
Y, sin querer oír nada más, el pequeño Delfín se vuelve hacia la pared y llora amargamente.
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Del excelente libro de relatos Cartas desde mi molino, altamente recomendable.

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