jueves, 5 de noviembre de 2009

En mi blog personal, habita esta semana mi cuento inédito El último rastro del fuego. Les invito a leerlo en:
A continuación, un cuento de uno de mis autores favoritos, el austriaco Stefan Sweig.
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LA ESTRELLA
SOBRE EL BOSQUE


Stefan Zweig



Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos.
Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.
Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.
La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche, el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.
Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...
Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces, ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.
Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.
Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.
Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.
Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.
Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.
Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.
La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.
De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.
Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas... Muerto... En pleno campo...
La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida...
El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...
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Tomado de la página DDOOSS, de la Asociación de Amigos del Arte y la Cultura de Valladolid.

viernes, 30 de octubre de 2009

En mi blog personal, presento esta semana un breve ensayo titulado LA LITERATURA LATINOAMERICANA NO EXISTE.
http://armandojosesequera.blogspot.com/
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LA MUERTE DEL DELFÍN

Alphonse Daudet




El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín va a morir... En todas las iglesias del reino, permanece expuesto el Santísimo día y noche, y grandes cirios arden permanentemente para que sane el real infante. Las calles de la vieja residencia están tristes y silenciosas; las campanas ya no tañen, los carruajes van al paso... En las proximidades del palacio los burgueses observan, curiosos a través de las verjas, a los guardas suizos de doradas panzas que conversan en los patios, con petulancia.
Todo el castillo está consternado... Chambelanes y Mayordomos suben y bajan corriendo las escaleras de mármol... Las galerías están repletas de pajes y cortesanos, vestidos de seda, que van de un grupo a otro buscando noticias, en voz baja... En las amplias escalinatas, las damas de honor, desconsoladas, se hacen elaboradas reverencias, mientras secan sus ojos con hermosos pañuelos bordados.
En el invernadero se hallan, en asamblea, numerososmédicos con largas togas. Los vemos, a través de los cristales, agitar sus anchas y negras mangas e inclinar doctoralmente sus pelucas de rulos... El preceptor y el escudero del pequeño Delfín pasean ante de la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Algunos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarles. El escudero blasfema como un pagano, en tanto el preceptor recita versos de Horacio... Y mientras tanto, del lado de las caballerizas, puede oírse un prolongado y lastimero relincho. Es el alazán del pequeño Delfín del que los palafreneros parecen haberse olvidado y se agita tristemente ante su comedero vacío.
¿Y el rey? ¿Dónde está Su Majestad, el rey?... El rey se encerró en una habitación, a solas, al otro lado del edificio... A las Majestades no les gusta que les vean llorar... Para la reina, es diferente... Sentada a la cabecera del pequeño Delfín, con su bello rostro bañado en lágrimas, solloza muy alto y en presencia de todos, tal y como haría una verdulera.
En su cama adornada de encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los almohadones sobre los que reposa, mantiene los ojos cerrados. Creemos que duerme; pero no. El pequeño Delfín no duerme... Se vuelve hacia su madre y, al ver que ésta llora, le dice:
–Mi señora reina, por qué lloráis? ¿Acaso creéis seriamente que me voy a morir?
La reina quiere responder. Los sollozos le impiden hablar...
–¡Ea, pues! No lloréis, señora reina; olvidáis que soy el Delfín, y que los delfines no pueden morir así...
La Reina solloza todavía más alto y el pequeño Delfín comienza a asustarse.
–¡Venga pues! –dice–, no quiero que la muerte venga a buscarme, y sabré impedirle que llegue hasta aquí... ¡Que hagan venir sin demora a cuarenta lanceros muy fuertes, y que monten guardia alrededor de nuestra cama...! ¡Que cien gruesos cañones vigilen noche y día, con la mecha encendida, bajo nuestras ventanas! Y, ay de la muerte, si se atreve a acercársenos... !
Para complacerlo, la reina hace una señal. Enseguida, se oyen los gruesos cañones rodando en el patio; y cuarenta grandes lanceros, arma en mano, vienen a situarse alrededor de la habitación. Son soldados veteranos, de largos mostachos grises. El pequeño Delfín aplaude viéndolos. Reconoce a uno de ellos y le llama:
–¡Lorenés! ¡Lorenés!
El soldadote da un paso hacia la cama:
–Te quiero mucho, mi viejo Lorenés, déjame ver tu gran sable... Si la muerte quisiera llevarme, habría que matarla, ¿no es cierto?
Lorenés responde:
–Sí, mi Señor...
Mientras, dos lágrimones fluyen por sus curtidas mejillas.
En ese momento, el capellán se acerca al pequeño Delfín y le habla mucho tiempo en voz baja, mostrándole un crucifijo. El pequeño Delfín le escucha un tanto asombrado. De pronto, le interrumpe y dice:
–Comprendo bien lo que usted me dice, señor abad: pero ¿no podría mi amigo Beppo morir en mi lugar, dándole mucho dinero...?
El capellán continúa hablándole en voz baja y el aspecto del pequeño Delfín luce cada vez más contrariado... Cuando el capellán parece haber terminado, el pequeño Delfín responde con un largo suspiro:
–Todo lo que usted me dice es muy triste, señor abad; pero una cosa me consuela y es que allá arriba, en el paraíso de las estrellas, seré todavía el Delfín... Sé que el buen Dios es mi primo y que sabrá tratarme como corresponde a mi rango.
Luego añade, volviéndose hacia su madre:
–¡Que me traigan mis más bellos vestidos, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero hacerme fuerte ante los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.
Por tercera vez, el capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla nuevamente en voz baja... En medio del discurso, el niño le interrumpe con cólera:
–¡Pero, entonces, –exclama–, ¿esto de ser Delfín, no sirve absolutamente para nada?!
Y, sin querer oír nada más, el pequeño Delfín se vuelve hacia la pared y llora amargamente.
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Del excelente libro de relatos Cartas desde mi molino, altamente recomendable.

domingo, 25 de octubre de 2009

MALÉFICA

Olga M. Cortez Barbera




Sí, la casa de tía Moma es maravillosa pero, al oscurecer, cuando los habitantes del pueblo duermen, se sumerge en un abismo de tinieblas. Entonces, la hiedra trepa por las paredes, las arañas abandonan los escondites y los murciélagos salen de las sombras.
Durante el día es encantadora. Cuando los hilos de sol se mezclan con los jirones de la madrugada, el cielo se pinta de rosado y la casa resplandece como una estrella de colores. Sobre las tejas las palomas picotean entre gorjeos. Por las ventanas abiertas, las cortinas parecen girasoles que juegan con el viento.
Deliciosos aromas escapan a la calle y despiertan el apetito de los niños que van a la escuela. Dicen que, si alguien pasa un dedo sobre las paredes y lo lame, siente los sabores del caramelo, la vainilla y el chocolate. Más, cuando llega la noche, todo cambia, porque la casa de tía Moma esconde un secreto.
No existe una persona en el pueblo que pueda decir quién la construyó, ni cómo ni cuándo. De repente un día estaba allí, hermosa y acogedora. Después, llegó tía Moma. Una mañana, la gente la encontró quitando las hojas secas de las matas del jardín. Para los pobladores fue como si ella viviera allí desde siempre.
Las flores, los pájaros y los ricos aromas de la cocina comenzaron a atraer a los niños. A la gente le parecía normal que ellos, después de clases, visitaran a la dulce tía. Se hizo costumbre que las risas infantiles recorrieran los patios y las habitaciones y escaparan, cual canarios, por las ventanas. Como por encanto, enjambres de mariposas aparecían en el jardín.
El rumor llegaba a todos partes: tía Moma poseía una colección extraordinaria de juguetes, pelotas y estampas de los jugadores más famosos y cualquier cosa que a los niños se les antojara. La casa era mágica y allí nada era imposible.
De pronto, empezó a sentirse algo inexplicable. Aunque el sol alumbraba como siempre, todo palidecía como si se cubriera de una sombra fantasmal. Los niños comenzaron a entristecer. Teniendo todo para ser felices, era raro que eso sucediera.
Los padres y los maestros empezaron a observarlos. Así se dieron cuenta de que, cuánto más tiempo pasaban con Moma, más grande era la tristeza y más hermosa la casa. Algo sucedía. Tía Moma era una señora cariñosa, pero había que investigar.
En las afueras del pueblo vivía un sabio muy viejo que conocía todas las historias del mundo. Por eso la gente no dudó en pedirle ayuda. Tal vez, él pudiera darles la respuesta.
–Creo que es el momento de sacudirles la memoria –les dijo.
En la medida en que les contaba lo que había pasado, todos comenzaron a recordar. La casa de tía Moma era una casa abandonada y el pueblo había sido atacado por el embrujo del olvido.
–Sí –continuó el sabio–, así fue. La casa los esperó hasta que el largo río del tiempo la transformó en un esperpento. Al principio, tenía la esperanza de que ellos regresaran. Las casas eran para albergar las risas de los niños, el trino de las aves y el susurro de las plantas, además de consolar las tristezas. Por eso, ésta se creía ajena a la soledad.
–¿Qué pasó después? –le preguntaron.
Según él, cuando las flores del jardín y la fuente del patio se secaron, los pájaros también se fueron. Y mientras la fachada se perdía detrás del matorral que no dejaba de crecer, la casa se fue hundiendo en la melancolía. Sintió cómo se desvencijaban las puertas y las ventanas. La gente hacía comentarios dolorosos: “¡Qué fea!”, “¡Es una vergüenza!”, “¡Deberían derrumbarla!”
Más tarde, comenzaron a decir que ojos diabólicos aparecían a través de los vidrios rotos. Por eso, cuando los niños se acercaban a los jardines descuidados y algún un gato en cacería hacía crujir la hierba seca, todos escapaban entre alaridos:
–¡Ahhhhhhhhh, corran que nos atrapan!
La casa, antes tan bonita, apartó su tristeza para transformarse en una cáscara maléfica.
Cuando el sabio dejó de hablar, todos se mostraron asustados. Entonces, ¿cómo era que la casa lucía tan hermosa? Sólo por la influencia de un monstruoso encantamiento. ¿Estaban los niños embrujados?
–¡Vamos allá! –gritó la multitud–. Hay que acabar con la anciana siniestra.
Tía Moma ya no era gentil ni bondadosa.
–¡Esperen! –gritó el sabio–, debo decirles cómo combatirla –pero estaban tan exaltados, que no lo escucharon.
Con el rugido de las voces, la anciana se asomó a la ventana. No estaba sorprendida. Salió al jardín más encantadora que nunca. Los habitantes del pueblo se asombraron con lo que veían a través de la puerta abierta. No dudaron en entrar. Allí estaba lo que ellos querían. Al momento, todos jugaban con los juguetes de su infancia y reían como chiquillos. Las mariposas salían por las ventanas.
Entre tanta felicidad, la gente olvidó de nuevo. Tía Moma sonreía y la casa era a cada momento más bella. El aleteo de las lindas polillas llenaba de colores la tarde. A los pocos días, mujeres y hombres también entristecían. Es media noche. La luna se cubre con las nubes invernales. Tía Moma juega con las mariposas en cautiverio. Cada vez son más. Qué importa que la casa esté fea. Será por unas horas, cuando todos duermen y no la ven, cuando todos sueñan y no la visitan. Pero, en la mañana, apenas despierte la luz, las liberará. En las alas llevan trocitos de la alegría del pueblo. La alegría embellece. La casa nunca más estará sola. Tía Moma es el alma de la casa. Ella está feliz.

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Este cuento pertenece a mi amiga y ex alumna Olga M. Cortez Barbera, quien esta semana obtuvo en el concurso de relatos breves para niños de la revista El Mangrullo (Argentina) el tercer premio y una de las menciones, con dos relatos que envió. ¡Enhorabuena, Olga!

viernes, 16 de octubre de 2009

Esta semana en
http://armandojosesequera.blogspot.com
Acto de amor de cara al público (cuento)
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La siguiente entrevista fue hecha en París, en 1963. La reproduzco, debido a la importancia literaria tanto del entrevistado (Jorge Luis Borges) como del entrevistador (Mario Vargas Llosa).
En ella, Borges expone cómo ha adaptado su proceso de creación a la ceguera progresiva que lo aqueja. Asombra lo estirado del trato de Vargas Llosa hacia Borges al hablarle ya que, en lugar de decirle "Maestro", "Borges" o "Don Jorge Luis", lo llama -en par de ocasiones-, "Jorge Luis Borges", como si éste fuera una entidad supranatural o una empresa literaria.
La fotografía no corresponde al encuentro entre ambos escritores que generó la entrevista, sino a otro ocurrido -también en París-, dos años después. Los acompaña Alicia Jurado, escritora y colaboradora de Borges, con quien éste hizo un curioso libro titulado Qué es el Budismo.
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ENTREVISTA A
JORGE LUIS BORGES



En 1963, en París, Mario Vargas Llosa, en aquel entonces toda una promesa de las letras peruanas, tuvo la ocasión de entrevistar a uno de sus ídolos: el escritor argentino Jorge Luis Borges.

–Discúlpeme usted, Jorge Luis Borges, pero lo único que se me ocurre para comenzar esta entrevista es una pregunta convencional: ¿cuál es la razón de su visita a Francia?
–Fui invitado a dos congresos por el Congreso por la Libertad de la Cultura, en Berlín. Fui invitado también por la Deutsche Regierum, por el gobierno alemán, y luego mi gira continuó y estuve en Holanda, en la ciudad de Amsterdam, que tenía muchas ganas de conocer. Luego, mi secretaria María Esther Vázquez y yo seguimos por Inglaterra, Escocia, Suecia, Dinamarca y ahora estoy en París. El sábado iremos a Madrid , donde permaneceremos una semana. Luego, volveremos a la patria. Todo esto habrá durado poco más de dos meses.
–Tengo entendido que asistió al Coloquio que se ha celebrado recientemente en Berlín entre escritores alemanes y latinoamericanos. ¿Quiere darme su impresión de este encuentro?
–Bueno, este encuentro fue agradable en el sentido de que pude conversar con muchos colegas míos. Pero en cuanto a los resultados de esos congresos, creo que son puramente negativos. Y, además, parece que nuestra época nos obliga a ello, yo tuve que expresar mi sorpresa –no exenta de melancolía –, de que en una reunión de escritores se hablara tan poco de literatura y tanto de política, un tema que es más bien, bueno, digamos tedioso. Pero, desde luego, agradezco haber sido invitado a ese congreso, ya que para un hombre sin mayores posibilidades económicas como yo, esto me ha permitido conocer países que no conocía, llevar en mi memoria muchas imágenes inolvidables de ciudades de distintos países. Pero, en general, creo que los congresos literarios vienen a ser como una forma de turismo, ¿no?, lo cual, desde luego, no es del todo desagradable.
–En los últimos años, su obra ha alcanzado una audiencia excepcional aquí, en Francia. La Historia universal de la infamia y la Historia de la eternidad se han publicado en libros de bolsillo, y se han vendido millares de ejemplares en pocas semanas. Además de L'Herne, otras dos revistas literarias preparan números especiales dedicados a su obra. Y ya vio usted que en el Instituto de Altos Estudios de América Latina tuvieron que colocar parlantes hasta en la calle, para las personas que no pudieron entrar el auditorio a escuchar su conferencia. ¿Qué impresión le ha causado todo esto?
–Una impresión de sorpresa. Una gran sorpresa. Imagínese, yo soy un hombre de 65 años, y he publicado muchos libros, pero al principio esos libros fueron escritos para mí, y para un pequeño grupo de amigos. Recuerdo mi sorpresa y mi alegría cuando supe, hace muchos años, que de mi libro Historia de la eternidad se habían vendido en un año hasta 37 ejemplares. Yo hubiera querido agradecer personalmente a cada uno de los compradores, o presentarle mis excusas. También es verdad que 37 compradores son imaginables, es decir son 37 personas que tienen rasgos personales, y biografía, domicilio, estado civil, etc. En cambio, sí uno llega a vender mil o dos mil ejemplares, ya eso es tan abstracto que es como si uno no hubiera vendido ninguno. Ahora, el hecho es que en Francia han sido extraordinariamente generosos, generosos hasta la injusticia conmigo. Una publicación como L'Herne, por ejemplo, es algo que me ha colmado de gratitud y al mismo tiempo me ha abrumado un poco. Me he sentido indigno de una atención tan inteligente, tan perspicaz, tan minuciosa y, le repito, tan generosa conmigo. Veo que en Francia hay mucha gente que conoce mi "obra" (uso esta palabra entre comillas) mucho mejor que yo. A veces, y en estos días, me han hecho preguntas sobre tal o cual personaje: ¿por qué John Vincent Moon vaciló antes de contestar? Y luego, al cabo de un rato, he recapacitado y me he dado cuenta que John Vincent Moon es protagonista de un cuento mío y he tenido que inventar una respuesta cualquiera para no confesar que me he olvidado totalmente del cuento y que no sé exactamente las razones de tal o cual circunstancia. Todo eso me alegra y, al mismo tiempo, me produce como un ligero y agradable vértigo.
–¿Qué ha significado en su formación la cultura francesa?; ¿algún escritor francés ha ejercido una influencia decisiva en usted?
–Bueno, desde luego. Yo hice todo mi bachillerato en Ginebra, durante la Primera Guerra Mundial. Es decir que, durante muchos años, el francés fue, no diré el idioma en el que yo soñaba o en el que sacaba cuentas, porque nunca llegué a tanto, pero sí un idioma cotidiano para mí. Y, desde luego la cultura francesa ha influido en mí, como ha influido en la cultura de todos los americanos del Sur, quizá más que en la cultura de los españoles. Pero hay algunos autores que yo quisiera destacar especialmente y esos autores son Montaigne, Flaubert –quizá Flaubert más que ningún otro–, y luego un autor personalmente desagradable a través de lo que uno puede juzgar por sus libros, pero la verdad es que trataba de ser desagradable y lo consiguió: Leon Bloy. Sobre todo me interesa en Leon Bloy esa idea suya, esa idea que ya los cabalistas y el místico sueco Swedenborg tuvieron pero que sin duda él sacó de sí mismo, la idea del universo como una suerte de escritura, como una criptografía de la divinidad. Y en cuanto a la poesía, creo que usted me encontrará bastante "pompier", bastante "vieux jouer", rococó, porque mis preferencias en lo que se refiere a poesía francesa siguen siendo la Chanson de Roland, la obra de Hugo, la obra de Verlaine, y –pero ya en un plano menor– la obra de poetas como Paul–Jean Toulet, el de las Contrerimes. Pero hay sin duda muchos autores que no nombro que han influido en mí. Es posible que en algún poema mío haya algún eco de la voz de ciertos poemas épicos de Apollinaire, eso no me sorprendería. Pero si tuviera que elegir un autor (aunque no hay absolutamente ninguna razón para elegir un autor y descartar los otros), ese autor francés sería siempre Flaubert.
–Se suele distinguir dos Flaubert: el realista de Madame Bovary y La educación sentimental, y el de las grandes construcciones históricas, Salambó y La tentación de San Antonio. ¿Cuál de los dos prefiere?
–Bueno, creo que tendría que referirme a un tercer Flaubert, que es un poco los dos que usted ha citado. Creo que uno de los libros que yo he leído y releído más en mi vida es el inconcluso Bouvard y Pecuchet. Pero estoy muy orgulloso, porque en mi biblioteca, en Buenos Aires, tengo una editio princeps de Salambó y otra de La Tentación. He conseguido eso en Buenos Aires y aquí me dicen que se trata de libros inhallables, ¿no? Y en Buenos Aires no sé qué feliz azar me ha puesto esos libros entre las manos. Y me conmueve pensar que yo estoy viendo exactamente lo que Flaubert vio alguna vez, esa primera edición que siempre emociona tanto a un autor.
–Usted ha escrito poemas, cuentos y ensayo. ¿Tiene predilección por alguno de esos géneros?
–Ahora, al término de la carrera literaria, tengo la impresión que he cultivado un solo género: la poesía. Salvo que mi poesía se ha expresado muchas veces en prosa y no en verso. Pero como hace unos diez años que he perdido la vista, y a mí me gusta mucho vigilar, revisar lo que escribo, ahora me he vuelto a las formas regulares del verso. Ya que un soneto, por ejemplo, puede componerse en la calle, en el subterráneo, paseando por los corredores de la Biblioteca Nacional, y la rima tiene una virtud mnemónica que usted conoce. Es decir, uno puede trabajar y pulir un soneto mentalmente y luego, cuando el soneto está más o menos maduro, entonces lo dicto, dejo pasar unos diez o doce días y luego lo retomo, lo modifico, lo corrijo hasta que llega un momento en que ese soneto ya puede publicarse sin mayor deshonra para el autor.
–Para terminar, le voy a hacer otra pregunta convencional: si tuviera que pasar el resto de sus días en una isla desierta con cinco libros, ¿cuáles elegiría?
–Es una pregunta difícil, porque cinco es poco o es demasiado. Además, no sé si se trata de cinco libros o de cinco volúmenes.
–Digamos, cinco volúmenes.
–¿Cinco volúmenes? Bueno, yo creo que llevaría la Historia de la Declinación y Caída del lmperio Romano, de Gibbons. No creo que llevaría ninguna novela, sino más bien un libro de historia. Bueno, vamos a suponer que eso sea en una edición de dos volúmenes. Luego, me gustaría llevar algún libro que yo no comprendiera del todo, para poder leerlo y releerlo, digamos la Introducción a la Filosofía de las Matemáticas, de Russell, o algún libro de Henri Poincaré. Me gustaría llevar eso también. Ya tenemos tres volúmenes. Luego, podría llevar un volumen cualquiera, elegido el azar, de una enciclopedia. Ahí ya podría haber muchas lecturas. Sobre todo, no de una enciclopedia actual, porque las enciclopedias actuales son libros de consulta, sino de una enciclopedia publicada hacia 1910 o 1911, algún volumen de Brockhaus, o de Mayer, o de la Enciclopedia Británica, es decir cuando las enciclopedias eran todavía libros de lectura. Tenemos cuatro. Y luego, para el último, voy a hacer una trampa, voy a llevar un libro que es una biblioteca, es decir llevaría La Biblia. Y, en cuanto a la poesía, que está ausente de este catálogo, eso me obligaría a encargarme yo, y entonces no leería versos. Además, mí memoria está tan poblada de versos que creo que no necesito libros. Yo mismo soy una especie de antología de muchas literaturas. Yo, que recuerdo mal las circunstancias de mi propia vida, puedo decirle indefinidamente y tediosamente versos en latín, en español, en inglés, en inglés antiguo, en francés, en italiano, en portugués. No sé si he contestado bien a su pregunta.
–Sí, muy bien, Jorge Luis Borges. Muchas gracias.
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Tomada de la página web DD.OO.SS., de la Sociedad de Amigos del Arte y la Cultura de Valladolid.